Julio Ortiz Linares ( *)
Han
pasado 184 años, desde que tropas chilenas ocuparon Antofagasta consumando una
campaña que inició el vecino para apropiarse de las riquezas guaneras del
litoral boliviano. La ambición del sempiterno enemigo, hizo que el fervor
nacional sobrepase la razón y, sin meditar un momento, Bolivia declaró la
guerra a Chile e involucró al Perú país con el que había suscrito un pacto
secreto contra el agresor. En cuanto supo del desembarco de tropas chilenas, el
pueblo enfurecido condenó el hecho y optó por el camino que las circunstancias
le señalaban: la guerra contra el invasor, aunque esos años debido a los azotes
naturales, las epidemias y la peste, las arcas nacionales estaban casi vacías y
encarar un conflicto bélico en esas condiciones, era algo así como un suicidio.
Por aquellos designios fatales del
destino, gobernaba el país el General Hilarión Daza, después de una vertiginosa
carrera política nacida en los cuarteles, donde modeló lo que después sería el
patrón de su conducta. Hombre intrépido y temperamental, su fuerza hercúlea que
combinaba con su elevada estatura, le valieron para granjearse el respeto del
ejército en el que pasó gran parte de su existencia, compartiendo diariamente
en las cuadras, refugio obligado de aquellos que encontraban en el uniforme asegurada
subsistencia y cercana posibilidad de coronar sus ambiciones políticas,
entonces patrimonio casi exclusivo de abogados, militares y aún curas. Daza
como la mayoría aquellos que llegaron a la presidencia, había surgido de los
recintos militares, paso obligado y antesala del poder.
El camino de éste controvertido hombre,
lleno de impredecibles hechos, estaba marcado por la fatalidad. Su nombre no sólo quedaría con el estigma de
la traición, sino, su trágico destino le tenía escogido para ser el actor
principal de uno de los sucesos más tristes que sufrió el país: la derrota en la Guerra del Pacífico y el
enclaustramiento criminal, patrimonio ignominioso de Chile.
Aquellos aciagos días previos a la invasión,
se festejaba el carnaval y el “mapocho” habíase apoderado de las riquezas de nuestro
extenso litoral. La noticia de la agresión, según decían los maliciosos
comentarios de los enemigos políticos del Presidente que aprovechando los
momentos previos de su caída, echaban sombras sobre su dañada imagen, fue de su
conocimiento y éste prefirió callar, ocultando al pueblo que se entregaba al
baile y a la alegría, aquella infausta noticia. Ese fue su pecado y la duda que
le estigmatizaría toda su vida. Para colmo de males, la retirada de Camarones y
con ella el debacle del ejército nacional en alianza con el Perú, se le
atribuyó íntegramente y no hubo nadie que dudara en acusarlo de traidor y
responsable de la derrota frente a Chile. Consumada la trágica pérdida del
Litoral Boliviano, su suerte estaba echada y no le quedaba sino huir del país
que le despreciaba por su cobarde actitud.
Daza se refugió en Francia, y la cómoda
vida que llevó los catorce años en Europa, contrastaba con la tristeza que le embargaba
y no le sirvió para mitigar su dolor. La patria lejana, los recuerdos lacerantes
de la guerra, y su huida apresurada y humillante le acompañaron cada instante
como una obsesión. Abrumado por los recuerdos decidió aclarar al pueblo la
verdad sobre los hechos sucedidos aquellos años y vendiendo todas sus
pertenencias regresó a la patria dispuesto a explicar su participación en la
guerra y así buscar la absolución de tan terribles acusaciones. Se dirigió al
Presidente de la República ,
al Congreso de la Nación
y a la Corte
Suprema de Justicia, pretendiendo una oportunidad para redimirse ante su pueblo
y así restituir su imagen. Consiguió permiso para ingresar al territorio
nacional a través del Ferrocarril a Uyuni, mientras el Congreso de la República inició la
discusión para decidir la suerte del ex mandatario.
El paso de los años no pudo aplacar los
sentimientos adversos de la población, que anoticiado del posible regreso del “traidor”,
sintió aflorar viejos rencores y el grito se volvió uno solo: ¡muerte al canalla! o su juzgamiento para que purgue sus culpas! En ese ambiente hostil, nadie arriesgaba nada
en defensa de Daza. Todos lo acusaban y con terrible odio pedían su cabeza, al
colmo que el grito de muerte influyó en el ánimo de los congresales que
decidieron unánimemente iniciarle un juicio de responsabilidades por traición a
la patria. Reunidos completaron su trabajo legislativo, votando además una
resolución donde le calificaban como “indigno del nombre boliviano”. Tanto
alboroto ocasionó su anunciada llegada al país, que se habían reavivado
rencores y pasiones en todos los círculos sociales y políticos, aunque la plebe,
la más agresiva y desaforada, implacable como siempre en todos los tiempos de nuestra
trágica historia nacional, apostrofaba furiosamente que “volvía el traidor a
retomar el gobierno usando los dineros que Chile le había pagado por su
traición”.
Daza, venciendo la terrible tempestad de odio y venganza desatada en su
contra, ingresó al país casi coincidiendo con la resolución del Congreso
Nacional, cuya parte resolutiva sentenciaba “haber lugar a la acusación por el
delito de malversación de fondos públicos” y “absolviéndole de los delitos de traición a la patria y violación de
garantías constitucionales”, en noviembre 1893. Cuatro meses después de esta resolución, el 27
de febrero de 1894, Daza moría en Uyuni asesinado por la espalda, al parecer,
sin conocer esta decisión que dejaba sin efecto la acusación que le liberaba de
culpa y le daba la tranquilidad que nunca tuvo.
Entre sus asesinos, destacaba el
Capitán. Mangudo, a quien durante la guerra, Daza degradó a soldado raso cuando
supo de su conducta indecorosa. Mangudo,
no se sabe cómo, era parte de la escolta militar que recibió y acompañó al ex
presidente, desde la estación del ferrocarril hasta una pieza de un pequeño
hotel, aquella fatídica noche. En cuanto reconoció a su verdugo, le increpó
duramente: ¡qué hace Ud. aquí! sin obtener respuesta, entonces comprendió que
algo se tramaba en su contra. En efecto,
en el trayecto hacia el hotel, uno o dos disparos por la espalda acabaron con
la vida de aquél hombre que presintió su fin cuando pretendía explicar y
demostrar su inocencia.
Si analizamos los hechos y ya serenados
los ánimos, las pruebas de su inocencia salen a la luz y aquella versión que le
acusaba de haber ocultado la nefasta noticia de la ocupación chilena, ha
quedado sin efecto, pues la prueba es la misma resolución del Congreso de la República , que no
obstante el ambiente adverso por la presión del pueblo, votó una declaración
contraria a un juicio de responsabilidades por traición a la patria que era la
voz acusadora. Durante el debate congresal, por la presión social y política no
existió un solo representante nacional que asuma tímida defensa por el ex Presidente,
todos estaban por la condena; sin embargo en el supremo momento de la verdad,
no hubo prueba alguna que le incrimine, imponiéndose la razón y advino la
absolución congresal por el delito de mayor gravedad por el que se le pretendía
juzgar: traición a la patria.
No es propósito exculpar al malogrado
mandatario sin fundamentos legales, sino socializar una verdad poco conocida
que emerge del análisis de la razón de la prueba que obligó al Congreso de la República , ante la
inexistencia de suficientes indicios abrir un juicio de responsabilidades en
contra del acusado de traición, absolviéndolo de culpa. Por ello, seguro de su
inocencia, si lograba decir su testimonio, o del cadalso que le aguardaba, si
no era escuchado, tuvo el valor de retornar para decir su verdad,
lamentablemente su repentina muerte, le impidió esclarecer muchas cosas oscuras
de la guerra y aún mostrar a los verdaderos culpables, según sostenía como una
imploración.
* Artículo
publicado en la prensa nacional el año 2007., cuando el autor ejercía las
funciones de Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.